Ahora sí, continuemos con lo que sucedió después. Porque lo que descubrí ese día cambió mi forma de ver el mundo para siempre. Les ayudé a subir al coche con sus pocas pertenencias. La mujer se aferró a una bolsa de tela como si guardara el tesoro más preciado del mundo. El hombre cargaba esa mal eta pequeña con un cuidado exagerado, y noté que dentro del bolsillo de su camisa llevaba un sobre amarillento que protegía con el brazo. Durante el trayecto al hospital regional intenté hacerles hablar para distraerles del dolor.
Me dijeron que se llamaban Beatriz y Ernesto. Habían estado casados por 53 años. Ella había sido maestra de primaria en el pueblo hasta que sus rodillas ya no le permitieron estar de pie todo el día. Él había trabajado en la construcción, levantando casas y edificios con sus propias manos, hasta que la espalda dijo, “Basta.” Criaron a cuatro hijos, les dieron educación, valores y todo el amor que dos corazones pueden dar. Pero tres de esos hijos habían resultado ser un reflejo distorsionado de lo que ellos habían sembrado.
Solo la más pequeña Lucía, que vivía en el extranjero, mantenía contacto constante. Enviaba dinero cuando podía y llamaba cada semana sin falta. Cuando hablaban de ella, los ojos de ambos se iluminaban con un brillo especial que contrastaba con la tristeza profunda que arrastraban. Llegamos al hospital y mientras las enfermeras atendían a Beatriz, que estaba deshidratada y con la presión peligrosamente alta, me senté junto a Ernesto en la sala de espera. Él seguía aferrado a aquella maleta y al sobre que guardaba en el pecho.
Don Ernesto le dije con suavidad, “¿Puede contarme qué pasó exactamente?” Él respiró hondo y comenzó a relatar con voz entrecortada. Vivíamos con nuestro hijo mayor Fernando y su esposa desde hace dos años. Al principio todo parecía funcionar, pero poco a poco empezaron los reproches. Que si estorbábamos, Q, o si gastábamos mucho, que si ya no servíamos para nada. Cada día era una nueva humillación doctora. Nos trataban como si fuéramos muebles viejos que ocupan espacio. Esta mañana Fernando nos dijo que nos llevaría a conocer una hacienda preciosa, donde podríamos vivir tranquilos.
Nos ilusionamos como niños. Pensamos que finalmente nos valoraban. Subimos al coche con nuestras pocas cosas. Sus hermanos, Carlos y Patricia venían detrás en otro auto. Paramos aquí cerca del puente y Fernando dijo que tenía que revisar una llanta. Nos pidió que bajáramos un momento. Cuando quisimos darnos cuenta, los dos coches ya se habían ido. Esperamos creyendo que volverían. Pasó una hora, luego dos. El sol nos quemaba y Beatriz empezó a llorar. Yo intentaba consolarla, pero por dentro me estaba muriendo.
Doctora, ¿cómo pueden hacer eso los hijos que uno crió con tanto sacrificio? Las lágrimas corrían por sus mejillas arrugadas y sentí una rabia que me quemaba por dentro. Aquello no era solo abandono, era crueldad pura. Le prometí que les ayudaría y que sus hijos no se saldrían con la suya, aunque en ese momento aún no sabía cómo cumpliría esa promesa. Durante los siguientes días visité a Beatriz y Ernesto cada tarde después del trabajo. Les llevaba comida casera, revistas y, sobre todo, compañía.
Ellos me contaban historias de cuando eran jóvenes, de cómo se conocieron en una fiesta del pueblo, de las dificultades que pasaron para sacar adelante a sus hijos. del orgullo que sintieron cuando cada uno terminó sus estudios, Beatriz me enseñó a tejer mientras me relataba cómo cocía la ropa de los niños con retazos porque no había dinero para comprar telas nuevas. Ernesto me habló de las madrugadas en la obra, del cansancio que se acumulaba en los huesos, pero que se esfumaba cuando llegaba a casa y veía las caritas de sus pequeños.
