Nunca imaginé que aquel martes de julio cambiaría mi vida para siempre. El día empezó como cualquier otro. Salí temprano de mi consultorio en la ciudad después de terminar con los últimos pacientes de la mañana. El calor era sofocante y el cielo parecía una sábana blanca extendida sobre nuestras cabezas. conducía por la carretera vieja que conecta la capital con los pueblos del interior. Cuando algo me hizo aminorar la marcha, a unos metros del puente había dos figuras sentadas junto a un poste de luz, una mujer mayor con un vestido floreado descolorido, y a su lado un
hombre de edad avanzada con sombrero de paja, ambos rodeados de bolsas de tela raídas y una maleta pequeña que parecía haber visto mejores tiempos. Algo en aquella escena me oprimió el corazón. No era normal ver a personas de esa edad bajo el sol abrasador sin ninguna protección. Detuve el auto en el arsén y bajé. El polvo se levantó con mis pasos y cuando me acerqué pude ver sus rostros con claridad. Ella tenía los ojos enrojecidos y las mejillas surcadas por lágrimas secas.
Él mantenía la vista fija en el suelo como si buscara respuestas en el asfalto caliente. “Buenos días”, les dije con voz suave, intentando no asustarles. “¿Se encuentran bien? ¿Necesitan ayuda?” La mujer levantó la mirada despacio y en sus ojos vi algo que me partió el alma. Una mezcla de vergüenza, dolor y una resignación que ningún ser humano debería cargar. tardó unos segundos en responder y cuando lo hizo, su voz sonó quebrada como el cristal que se rompe en mil pedazos.
Mis hijos nos dejaron aquí, doctora. Dijeron que volverían, pero ya han pasado 2 horas y no regresan. Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones. ¿Cómo era posible que alguien abandonara a sus propios padres de esa manera? El hombre a su lado finalmente habló con voz ronca, cargada de una tristeza infinita. No se moleste, señora. Ya vendrán o tal vez no. De todas formas, ya somos una carga para todos. Aquellas palabras me atravesaron como agujas.

Una carga. ¿Cómo podían sentirse así las personas que habían dado la vida entera por sus hijos? Me arrodillé frente a ellos y tomé las manos de la mujer entre las mías. Escúchenme bien, les dije mirándolos a los ojos. Ustedes no son una carga para nadie y no voy a dejarles aquí. Ahora mismo les llevaré a un lugar seguro. El hombre dudó y vi en su mirada el rastro de quien ha sido traicionado tantas veces que ya no puede confiar en nadie.
Pero la mujer apretó mi mano con una fuerza inesperada y susurró, “Gracias, hija. Que Dios te bendiga. Antes de continuar con esta historia que te va a emocionar hasta las lágrimas, no olvides darle like y dejarnos un comentario contándonos desde qué país nos estás acompañando. Nos sigues desde México, España, Argentina. Nos encantaría saber de dónde nos ves, porque estas historias son para todas nosotras que sabemos lo que significa el amor verdadero y el valor de la familia.