—No —mintió—. Solo estoy cansado.
No quería admitir, ni siquiera ante sí mismo, que la extrañaba. No a Larisa como mujer, sino la paz que ella le brindaba.
Una casa con olor a pan recién horneado y ropa de cama limpia.
Por las mañanas, cuando ella, sin preguntarle, le ponía una taza de café delante y una sonrisa se dibujaba en sus labios.
Una semana después, recibió un mensaje inesperado de ella:
«No olvides el regalo que me prometiste. El sábado a las siete. Te estaré esperando».
El mensaje era breve, sin saludo ni firma. Pero supo de inmediato quién era.
Y una extraña sensación —no miedo, no ansiedad, sino más bien curiosidad teñida de culpa— lo impulsó a responder:
«De acuerdo. Allí estaré».
El sábado por la noche, se detuvo ante la puerta familiar, sintiendo un nudo en el estómago.
La casa lucía exactamente igual: la luz en la ventana de la cocina, flores en el alféizar, música suave en algún lugar del interior.
Tocó el timbre.