A veces todo termina cuando menos debería.

Pero después de esa conversación, Marina se quedó sentada en la oscuridad durante un largo rato.

Llovía afuera, el viento sacudía los cristales.

Recordó cómo Vitya una vez la había recibido bajo esa misma lluvia, sin paraguas, después del trabajo. Riendo, empapado.

«Eres mi mujer, Marin, nunca te dejaré ir», le había dicho.

Y qué extraño: cumplió su palabra, justo al contrario.

Pasaron unos meses.

La vida poco a poco volvió a la normalidad.

Marina dejó de esperar llamadas, dejó de mirar el móvil.

Por las tardes, leía libros, bebía té y a veces incluso sonreía.

Un día, Lena le envió una foto:

«¡Mamá, aprobé los exámenes estatales!»

Marina rompió a llorar, por primera vez en mucho tiempo, no de dolor, sino de orgullo.

Y entonces, de repente, llegó una carta.

Un sobre, pulcro, sin remitente. La letra de Vitya.

Dudó un buen rato. El tiempo, finalmente, rompió el filo.

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