A veces todo termina cuando menos debería.

Apretó la maleta como un ancla, impidiendo que se alejara flotando, pero sin soltarla.

—Me voy, Marina —dijo finalmente—. Es lo mejor para todos.

Ella lo miró, no con odio, no. Con lástima.

Porque lo entendía: no era su marido quien se iba. Era un hombre que hacía mucho tiempo que se había perdido a sí mismo.

—¿Recuerdas cómo murió tu madre? —preguntó de repente—. Sus últimas palabras: «Perdónalo, querida. Es débil. Siempre lo ha sido».

No lo entendí entonces. Pero ahora lo entiendo.

Vitya estalló:

—¡No te atrevas! ¡No te atrevas a decir que soy débil! ¡Solo… quiero vivir! ¡Y me estabas arrastrando hacia abajo!

—Tus sueños te estaban arrastrando hacia abajo —respondió ella con calma—. Todos esos negocios, deudas, estafas. No intervine. Me quedé callada.

Cuando llegabas borracho a casa, me quedaba callada.

Cuando desaparecía dinero del escondite, ella se quedaba callada.

Cuando olías a…

Permaneció en silencio, aspirando el fresco perfume.

Porque, ingenuamente, creía que la familia era sagrada.

Pero resultó ser solo una costumbre.

Sacó una carpeta del armario y la colocó sobre la mesa.

—¿Qué es esto? —preguntó Vitya, receloso.

—Los papeles del divorcio. Presenté todo hace un mes. Estaba esperando a que te decidieras. Ahora, por fin, lo has hecho. Fírmalos.

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