Me contaron todo: habían usado parte de mi dinero —no solo el de este año, sino el de varios anteriores— para invertir en un supuesto negocio «milagroso» recomendado por un amigo. Una inversión que prometía rendimientos absurdos. Un esquema que, por supuesto, explotó. Y para cubrir las pérdidas, pidieron préstamos a nombre de terceros, falsificaron firmas y usaron mis transferencias para pagar cuotas que ya no alcanzaban.
—Nos mintieron… nos estafaron… —dijo mi madre con lágrimas que no sabía si creer.
Mi hermano intervino:
—El tipo al que le falsificaron la firma los descubrió. Y ahora quiere llevar esto a juicio. Papá dice que la única forma de evitarlo es… que tú pagues lo que deben.
Me quedé inmóvil. Todo se aclaró: la fiesta, las risas, la «exclusión». No era desprecio… era miedo. Miedo a que descubriera el desastre que habían causado.
Mi padre, sin vergüenza alguna, dijo:
—Hijo… necesitamos tu ayuda. Si no pagas, podríamos ir a prisión.