Y ahí entendí que mi familia no solo me había traicionado: estaba dispuesta a arrastrarme con ellos.
Me quedé en silencio durante varios segundos que parecieron minutos. Mi mente intentaba procesar no solo la magnitud de la deuda —más de lo que yo imaginaba— sino la frialdad con la que mis padres habían manipulado mi confianza durante años. De repente, los quince mil dólares anuales parecían una propina comparado con el agujero financiero que ellos mismos habían cavado.
—¿Cuánto deben? —pregunté finalmente.
Mi hermano me entregó otra hoja. La cifra era grotesca: casi doscientos mil dólares entre préstamos irregulares, intereses acumulados y la demanda del afectado.
Mi padre habló con una naturalidad ofensiva:
—Para alguien en tu posición no debería ser tan complicado.
Ahí, perdí la paciencia.