A tan solo una semana de Navidad, me enteré de que mis padres pensaban despilfarrar los quince mil dólares que les envío cada año en una fiesta fastuosa… y, para colmo, habían decidido excluirme. Sentí la traición arderme en el pecho como una herida recién abierta. Movido por un orgullo herido, preparé una velada navideña inolvidable en mi mansión de dos millones frente al mar, un escenario perfecto para demostrar que no necesitaba a nadie. Sin embargo, cuando el reloj marcó la medianoche y vi ciento diez llamadas perdidas en mi teléfono, comprendí que se avecinaba algo mucho más oscuro que un simple desplante familiar.

Y ahí entendí que mi familia no solo me había traicionado: estaba dispuesta a arrastrarme con ellos.

Me quedé en silencio durante varios segundos que parecieron minutos. Mi mente intentaba procesar no solo la magnitud de la deuda —más de lo que yo imaginaba— sino la frialdad con la que mis padres habían manipulado mi confianza durante años. De repente, los quince mil dólares anuales parecían una propina comparado con el agujero financiero que ellos mismos habían cavado.

—¿Cuánto deben? —pregunté finalmente.

Mi hermano me entregó otra hoja. La cifra era grotesca: casi doscientos mil dólares entre préstamos irregulares, intereses acumulados y la demanda del afectado.

Mi padre habló con una naturalidad ofensiva:
—Para alguien en tu posición no debería ser tan complicado.

Ahí, perdí la paciencia.

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