Entré. El olor a alcohol, perfume barato y nervios flotaba en el aire. Mis padres estaban sentados en el sofá, juntos. Pero no parecían tranquilos ni festivos: estaban tensos, como si hubieran sido sorprendidos en medio de un crimen.
—¿Qué está pasando? —repetí, esta vez con un tono más duro.
Mi madre miraba al suelo; mi padre apenas me sostenía la mirada.
Mi hermano habló primero.
—Los llamé más de cien veces porque pensé que iba a explotar todo sin que tú supieras.
—¿Explotar qué?
Él me pasó su teléfono. Tenía abierto un correo electrónico impreso en tono amenazante. Al leerlo, sentí cómo se me helaba la sangre.
Era una notificación de un abogado. Mis padres estaban siendo demandados por fraude.
—¿Qué es esto? —pregunté, sin poder contener la furia.
Mi padre tragó saliva y dijo:
—Es… más complicado de lo que parece.