A tan solo una semana de Navidad, me enteré de que mis padres pensaban despilfarrar los quince mil dólares que les envío cada año en una fiesta fastuosa… y, para colmo, habían decidido excluirme. Sentí la traición arderme en el pecho como una herida recién abierta. Movido por un orgullo herido, preparé una velada navideña inolvidable en mi mansión de dos millones frente al mar, un escenario perfecto para demostrar que no necesitaba a nadie. Sin embargo, cuando el reloj marcó la medianoche y vi ciento diez llamadas perdidas en mi teléfono, comprendí que se avecinaba algo mucho más oscuro que un simple desplante familiar.

Entré. El olor a alcohol, perfume barato y nervios flotaba en el aire. Mis padres estaban sentados en el sofá, juntos. Pero no parecían tranquilos ni festivos: estaban tensos, como si hubieran sido sorprendidos en medio de un crimen.

—¿Qué está pasando? —repetí, esta vez con un tono más duro.

Mi madre miraba al suelo; mi padre apenas me sostenía la mirada.

Mi hermano habló primero.

—Los llamé más de cien veces porque pensé que iba a explotar todo sin que tú supieras.
—¿Explotar qué?

Él me pasó su teléfono. Tenía abierto un correo electrónico impreso en tono amenazante. Al leerlo, sentí cómo se me helaba la sangre.

Era una notificación de un abogado. Mis padres estaban siendo demandados por fraude.

—¿Qué es esto? —pregunté, sin poder contener la furia.
Mi padre tragó saliva y dijo:
—Es… más complicado de lo que parece.

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