—Por fin —dijo con la voz temblorosa—. ¿Por qué no respondías?
—Estaba ocupado. ¿Qué pasó?
—Es… es sobre los papás. Necesito que vengas a la casa. Ahora.
Noté su respiración entrecortada. Mi hermano solía exagerar, pero esta vez había algo diferente. Algo roto.
—Dime qué ocurrió.
—No puedo por teléfono. Solo ven. Por favor.
Y colgó.
Mi corazón latía con un ritmo irregular. No confiaba en mis padres después de lo que había descubierto, pero tampoco era el tipo de persona capaz de ignorar una emergencia familiar. Salí de la mansión sin siquiera avisar a nadie; los invitados podían seguir disfrutando sin mí.
El trayecto hacia la casa de mis padres, en un vecindario bastante más modesto que el mío, se me hizo eterno. Al llegar, vi la puerta entreabierta y las luces encendidas. Mi hermano esperaba en la entrada, pálido, con ojeras profundas y el celular aún entre las manos.
—¿Dónde están? —pregunté.
—En la sala. Ven.