A tan solo una semana de Navidad, me enteré de que mis padres pensaban despilfarrar los quince mil dólares que les envío cada año en una fiesta fastuosa… y, para colmo, habían decidido excluirme. Sentí la traición arderme en el pecho como una herida recién abierta. Movido por un orgullo herido, preparé una velada navideña inolvidable en mi mansión de dos millones frente al mar, un escenario perfecto para demostrar que no necesitaba a nadie. Sin embargo, cuando el reloj marcó la medianoche y vi ciento diez llamadas perdidas en mi teléfono, comprendí que se avecinaba algo mucho más oscuro que un simple desplante familiar.

La noche llegó impecablemente. El salón resplandecía, los ventanales mostraban un océano tranquilo como si estuviera ahí sólo para admirar mi triunfo. La música suave se mezclaba con el tintinear de copas, y los invitados recorrían mi casa con una mezcla de admiración y envidia contenida. Yo sonreía, caminaba entre ellos con la seguridad de alguien que ya no espera nada de nadie.

Pero la ilusión se quebró cuando el reloj marcó la medianoche. Mi teléfono vibró insistentemente en el bolsillo. Al sacarlo, la pantalla iluminó un número escalofriante: 110 llamadas perdidas. Y todas del mismo contacto.

Mi hermano menor.

Un mensaje entró justo en ese momento.

«Necesito que vengas. Es urgente. Se trata de mamá y papá. Por favor».

La música siguió sonando, pero dentro de mí se hizo un silencio absoluto. La traición que había desatado mi fiesta era apenas la superficie de algo mucho más oscuro. Algo que estaba a punto de estallar.

Cuando leí el mensaje de mi hermano, un escalofrío me recorrió la espalda. La fiesta seguía moviéndose a mi alrededor, pero el mundo se había detenido para mí. Me disculpé con un par de invitados sin esperar respuesta y caminé hacia el estudio, donde el sonido de la música se amortiguaba lo suficiente para pensar.

Llamé de inmediato. Esta vez, él contestó al primer tono.

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