A medianoche, una madre de setenta años escaló el muro para huir de la casa de su hijo. Cuando reveló la verdad, todos rompieron a llorar…

—No está obligada a contar nada —le dijo con suavidad—. Pero si hay algo que necesite decir, estamos aquí para escucharla.

Isabel respiró hondo. Sabía que guardar silencio ya no solucionaba nada.

—Mi hijo… es un buen hombre —comenzó—. Siempre lo ha sido. Responsable, trabajador… Pero desde hace meses he notado que está agotado, frustrado, irritable. Cuando me mudé a su casa, pensé que estaría contento. Pero no fue así. Había tensión en cada gesto, en cada palabra. Su esposa también estaba siempre nerviosa. Yo intentaba no ser una carga. Cocinaba, limpiaba, cuidaba a los niños… pero parecía que nada era suficiente.

Se detuvo para secarse las lágrimas.

—Un día escuché a Álvaro hablando por teléfono. No sabía que estaba yo en el pasillo. Decía que no podía más, que mantenerme en casa le estaba destrozando los nervios, que ya apenas dormía pensando en cómo repartir gastos, tiempo, responsabilidades… y que, aunque me quería, sentía que había perdido su vida.

La voz se le quebró.

Leave a Comment