Los agentes, al ver su estado emocional, la invitaron amablemente a subir al coche para resguardarse del frío. Isabel aceptó, aunque con cierto recelo. Mientras intentaban tranquilizarla, uno de ellos le ofreció una botella de agua y le preguntó si quería que llamaran a algún familiar. Ella negó con la cabeza. No quería hablar con Álvaro, ni escuchar su voz temblorosa pidiéndole explicaciones. Tampoco quería preocupar a Javier, que tenía suficiente estrés en su trabajo.
—Solo… necesito pensar —dijo con un hilo de voz.
Los policías se ofrecieron a llevarla a la estación para que pudiera descansar un momento y cargar el móvil. Durante el trayecto, Isabel se quedó mirando las luces de la ciudad, que parecían moverse como sombras distorsionadas. Sentía un peso en el pecho que llevaba años acumulándose.
En la comisaría, le dieron una manta y la sentaron en una sala tranquila. Allí, por primera vez en mucho tiempo, Isabel se permitió llorar en silencio. Los agentes se miraron entre sí; comprendían que detrás de aquella huida había algo más que una simple discusión familiar.
Pasaron unos minutos antes de que uno de ellos, el agente Romero, se sentara frente a ella.