A pocos metros de la avenida principal, Isabel se detuvo junto a un banco. Respiraba entrecortadamente. Miró el móvil y decidió intentar una llamada. Dudó entre marcar a su hijo menor, Javier, que vivía en Madrid, o a su vecina de toda la vida. Antes de decidirse, una patrulla de policía que hacía ronda se acercó al verla sola y desorientada. Los agentes descendieron del coche y le preguntaron si necesitaba ayuda.
Fue en ese instante, cuando escuchó la voz amable de uno de ellos, que Isabel no pudo contenerse más. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Solo… solo quiero irme de esa casa —dijo con la voz rota.
Aquella frase marcó el inicio de una verdad que, cuando finalmente saliera a la luz, haría que todos los involucrados rompieran en llanto.