A medianoche, en un pequeño barrio residencial de Valencia, una figura delgada trepó torpemente el muro blanco de una vivienda adosada. Era Isabel, una mujer de setenta años, que llevaba apenas un mes viviendo en la casa de su hijo mayor, Álvaro, después de que el médico le recomendara no vivir sola tras una caída menor en su apartamento. La luna iluminaba su rostro tenso mientras se dejaba caer al otro lado del muro, golpeando el suelo con un quejido apagado. Llevaba solo un bolso pequeño y una chaqueta ligera, insuficiente para el frío húmedo de la madrugada.
Había pasado horas dando vueltas en la cama, murmurándose a sí misma que no podía seguir allí, que aquel no era su hogar, que algo dentro de la casa la oprimía. Aunque desde fuera todo parecía normal —una familia acomodada, una casa espaciosa, un hijo responsable—, la realidad era mucho más dolorosa. Y esa noche, Isabel decidió escapar sin mirar atrás.
Caminó tambaleándose por la acera, temblando no solo por el frío, sino por el miedo. A esa hora no había autobuses, no había taxis cerca, y su móvil estaba casi sin batería. Conocía las calles, pero sentía como si fueran laberintos. No sabía si volver a su antiguo piso, si ir a casa de su hermana o simplemente caminar hasta que alguien la encontrara.
Mientras tanto, dentro de la casa, una luz se encendió. Álvaro, al notar la puerta de la habitación de su madre abierta y la cama vacía, entró en pánico. Despertó a su esposa, Lucía, y juntos empezaron a buscar por cada rincón, llamándola sin obtener respuesta. Cuando descubrieron que la puerta trasera tenía el pestillo suelto, comprendieron lo que había ocurrido. La idea de que Isabel, con su edad y su salud frágil, estuviera sola en la calle era aterradora.