Por primera vez en años, vi miedo en sus ojos.
Dos días después, Rodrigo fue arrestado. Intentó negarlo todo, pero los registros de correo electrónico y las firmas digitales lo hundieron.
El laboratorio en Jalisco resultó ser parte de una red de ensayos ilegales con medicamentos que provocaban paro respiratorio en niños enfermos.
Emiliano fue trasladado a otro hospital, bajo cuidado constante.
Yo pasaba las noches sentada junto a su cama, sosteniendo su mano.
A veces despertaba y me preguntaba:
—¿Papá va a venir?
Y yo, sin fuerzas para mentir, le acariciaba el cabello.
—No por ahora, mi amor. Pero estás a salvo. Eso es lo que importa.
El juicio duró meses.
Elena cooperó, confesando todo. Dijo que Rodrigo la había convencido de que podía “ayudar a mejorar tratamientos pediátricos” y, al mismo tiempo, pagar sus deudas.
Pero su voz tembló cuando mencionó la palabra “accidente”.
Porque eso era lo que había sido para ellos: un accidente calculado. Un riesgo estadístico.
Mi abogado me dijo que tenía derecho a demandar.
Pero yo no quería dinero.
Solo quería paz.
El día que Rodrigo fue sentenciado, el tribunal estaba lleno.
Se negó a mirarme.
Solo habló cuando el juez preguntó si tenía algo que decir.
—Amaba a mi familia —dijo—. No planeé hacerles daño.
Y por primera vez, sus palabras me parecieron vacías, huecas, sin peso.
Me levanté, y antes de irme, le susurré:
—El amor no se mide en excusas.
Los meses siguientes fueron duros.
Emiliano tuvo pesadillas. A veces despertaba gritando.