A medianoche, mi teléfono sonó. Era una llamada del hospital. Me incorporé en la cama, el corazón golpeándome el pecho.

Yo también.
Pero en medio de la oscuridad, hubo luz.

María, la enfermera que salvó a mi hijo, lo visitaba cada semana. Le traía libros y le enseñaba a leer los nombres de las estrellas.
Empezó a sonreír otra vez.

Una noche, mientras él dormía, salí al balcón.
El viento de Guadalajara soplaba suave, y las luces de la ciudad parecían respirar conmigo.
Pensé en todo lo perdido… y en todo lo que seguía vivo.

Recordé las palabras del detective, meses atrás:

“No todas las batallas dejan ganadores. Pero algunas salvan lo que importa.”

Han pasado cuatro años.
Emiliano tiene ocho.
Cada noche, antes de dormir, me pide la misma historia: la de la enfermera valiente que llamó a una madre cuando todos callaban.
Y yo se la cuento, sin omitir el miedo, pero con un final distinto cada vez.

A veces, el héroe es la enfermera.
Otras, el niño.
A veces, la madre.

Pero en todas, hay algo que no cambia:
una voz que no se rinde, una mano que no suelta, una esperanza que se niega a morir.

Y cuando termino, él sonríe, medio dormido, y dice:
—¿Sabes, mamá? Creo que el amor también puede salvar.

Lo abrazo.
Y en silencio, miro por la ventana, al cielo donde las estrellas parecen escuchar.

Porque en algún lugar entre el miedo y el perdón, entendí lo que siempre había estado buscando:
no justicia, sino paz.

Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, duermo sin miedo.

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