A medianoche, mi teléfono sonó. Era una llamada del hospital. Me incorporé en la cama, el corazón golpeándome el pecho.

El detective me sostuvo la mirada, firme, sin compasión.
—El dinero se transfirió a nombre de un laboratorio en Jalisco. El mismo que fabrica anestésicos experimentales. Su cuñada los estaba usando aquí. Y las órdenes venían firmadas electrónicamente… por su esposo.

Me quedé en silencio. Una parte de mí seguía negándolo, aferrada a la idea de que había una explicación.
Pero otra parte, la más callada, la que había aprendido a escuchar el tono de voz de Rodrigo, a reconocer sus mentiras disfrazadas de cariño, ya lo sabía.

Cuando llegué a casa esa noche, Rodrigo estaba en la sala, con la televisión encendida y una copa de vino en la mano.
—Te ves terrible —dijo sin mirarme—. ¿Qué pasó ahora?

No podía creer su frialdad.
—Elena fue arrestada. La atraparon en la habitación de Emiliano, con una jeringa.

Por primera vez, su rostro perdió color.
—¿Qué dijiste?

—El detective cree que tú estás involucrado.

La copa cayó al suelo. Se hizo un silencio espeso.
Entonces sonrió, una sonrisa cansada, torcida.
—No entiendes, Raquel. No era lo que crees.

Me senté frente a él, el corazón latiendo tan fuerte que me dolía.

—Explícate.

Rodrigo se frotó la frente, como si estuviera agotado.
—El laboratorio era de mi hermano. Elena necesitaba dinero para cubrir deudas. Solo firmé los papeles, nada más. No sabía que iba a usar a nuestro hijo.

Lo observé largo rato. Su voz sonaba convincente, incluso compasiva. Pero recordé las palabras de María, la enfermera, y la forma en que el detective había dicho: “Las órdenes venían de su cuenta personal.”

Algo dentro de mí se quebró.
—¿Nada más? —susurré—. ¿Firmaste documentos que casi matan a tu propio hijo y eso es nada más?

Rodrigo se levantó, furioso.
—¡No pongas palabras en mi boca! ¡Siempre exageras!

—¿Exagero? —grité por primera vez—. ¡Te iba a enterrar mañana si no fuera por esa enfermera!

El silencio cayó como un golpe.
Rodrigo bajó la cabeza, los puños apretados.
—No sabes de lo que hablas.

—Sí lo sé —dije con calma—. Lo sé todo.

Saqué la grabadora de mi bolso y la encendí.
La voz de Elena llenó la habitación:

“Rodrigo dijo que solo debía ajustar la dosis. Que nadie lo sabría.”

Él se congeló.

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