El detective se inclinó.
—Parece estar cambiando la dosis del suero. La enfermera notó un olor extraño antes de llamar. Creemos que intentó mezclar un sedante con un químico más potente. Si se lo inyecta todo… —su voz se apagó.
Mis piernas flaquearon. Me apoyé en la pared para no caer.
De pronto, el reloj marcó las 2:15. La puerta se abrió con un estrépito. Cuatro policías entraron gritando su nombre.
Elena se giró, la jeringa cayó al suelo.
Intentó correr, pero uno de los agentes la derribó de un golpe seco.
Yo corrí hacia la cama. Mi hijo seguía respirando. El monitor emitía su pitido constante, suave y milagroso.
—Mamá… —susurró, medio dormido—. Soñé que me cuidabas aquí.
Me desplomé a su lado, besándole la frente una y otra vez, mientras las lágrimas me nublaban la vista.
Cuando amaneció, el hospital estaba lleno de murmullos. Los doctores confirmaron que el suero había sido manipulado, pero Emiliano estaba fuera de peligro.
Yo no podía apartar la imagen de Elena esposada, su bata blanca manchada, su mirada perdida.
A media mañana, el detective me pidió hablar en privado.
—Señora Ramírez —dijo, abriendo una carpeta—. Necesito que vea esto.
Era una serie de transferencias bancarias, hechas desde la cuenta de mi esposo, Rodrigo, hacia una empresa fantasma. Los montos coincidían con las fechas en que Elena había estado trabajando como voluntaria en el hospital.
—Creemos que no actuó sola —añadió—. Y por el tipo de transacciones, sospechamos que su esposo podría estar implicado.
Sentí que el aire se me escapaba del cuerpo.
—No… no puede ser. Él ama a Emiliano.