El hombre se acercó lentamente, sin alzar la voz, pero con una autoridad que llenó toda la habitación.
—“Digo que tú no eres el hombre que prometiste ser. Me pediste que viniera a ‘educar’ a mi hija… pero el que necesita aprender eres tú: a ser esposo, a ser hombre.”
Se inclinó apenas, con la mirada fija en él.
—“No crié a mi hija para que contara los pesos antes de ayudar a su madre, ni para que pidiera permiso para ser buena. Puedes tener dinero, Álvaro… pero lo que no tienes es respeto.”
El silencio se hizo espeso. Solo se oía el tic-tac del reloj y la lluvia golpeando las ventanas.
Álvaro trató de justificar su rabia:
—“Solo quería que me respetara, don Ramiro, no quise—”
—“¿Respetarte?” —interrumpió el suegro, sin cambiar el tono—. “El respeto no se exige. Se gana. Y tú lo perdiste el día que la humillaste por amar a su madre.”
Luego volvió la mirada hacia Camila, y su voz se suavizó:
—“Hija, tú decides. Si crees que puede cambiar, quédate. Pero si estás cansada de llorar… te espero afuera. No tienes por qué vivir donde no te valoran.”
Camila bajó la cabeza. Las lágrimas cayeron silenciosas sobre el piso de mármol.
Miró a Álvaro, el hombre que un día le prometió amor y protección, y solo vio un extraño.
Respiró hondo.
 
					