Sin pensarlo dos veces, tomó su teléfono y marcó un número.
La voz del otro lado sonó grave, pausada, como una tormenta que se aproxima.
—“Don Ramiro, disculpe la hora, pero venga por su hija. Creo que necesita una nueva educación.”
Hubo unos segundos de silencio. Luego, la respuesta:
—“Está bien. Llego en quince minutos.”
Álvaro sonrió con arrogancia. En su mente ya imaginaba la escena: el suegro, furioso, reprendiendo a Camila, pidiéndole que regresara a casa de sus padres “a reflexionar”.
Pero no tenía idea de lo que realmente iba a suceder.
Quince minutos después, el sonido de una camioneta vieja rompió el silencio de la noche.
Álvaro se acomodó la camisa, con aire de superioridad, y abrió la puerta.
La sonrisa se borró al instante.
Allí estaba don Ramiro Ramírez, bajo la lluvia, empapado hasta los huesos. No tenía el ceño fruncido, ni ira en los ojos, sino una serenidad cortante.
En su mano sostenía una carpeta de plástico, que dejó cuidadosamente sobre la mesa del comedor antes de mirar a su hija, acurrucada junto al sofá.
—“Aquí está el divorcio,” —dijo con voz firme—. “Solo falta la firma de Camila. La mía, como padre, ya está puesta.”
Álvaro retrocedió un paso.
—“¿Qué está diciendo, don Ramiro?”
 
					