—Esto ya no es un error aislado. Es un patrón. Y os lo voy a decir claramente: anoche abandonasteis a vuestros hijos.
Mi hermano intentó justificarlo, pero lo interrumpí.
—No pienso quedarme mirando mientras destruís la infancia de dos niños que no tienen la culpa de nada. Hoy vais a buscar ayuda. Terapia, asistencia social, lo que sea. Y no veréis a los niños hasta que haya un mínimo de estabilidad.
Mi hermano me gritó que no podía hacer eso. Que era solo una mala noche.
Pero cuando vio que yo no cedería, algo en su mirada cambió: miedo, rabia, vergüenza… o quizá todo al mismo tiempo.
Salí del apartamento dejando claro que aquella conversación no era opcional.
Dentro de mí sabía que la batalla apenas había comenzado.
Durante los días siguientes, mantuve a Mateo y Sofía conmigo. Los llevé al colegio, cocinamos juntos, vimos películas por la noche. No intenté sustituir a sus padres, pero sí quise que sintieran algo que hacía tiempo no recibían con constancia: tranquilidad.
Mi hermano, entretanto, pasó de la furia al silencio, y luego al arrepentimiento. Me escribió mensajes pidiendo ver a los niños, asegurando que cambiaría. Su esposa también me buscó varias veces, temblando entre lágrimas. Pero yo sabía que las promesas hechas desde el miedo no significan mucho.
Entonces recibí una llamada inesperada: el colegio.
La profesora de Mateo quería hablar conmigo. Dijo que lo había visto más retraído las últimas semanas, que sus dibujos habían cambiado; ya no pintaba casas felices ni campos verdes como antes, sino puertas cerradas, sombras y figuras pequeñas llorando.
Aquello me rompió.