Al volver a casa, decidí sentarme con los dos.
—Lo que está ocurriendo no es culpa vuestra. Nada de lo que pasa entre los adultos lo es.
Intenté que mis palabras fueran firmes y suaves a la vez.
Mateo, después de un largo silencio, confesó:
—A veces escucho a papá gritar y pienso que si yo fuera mejor, no pelearían tanto.
Sofía asintió tímidamente.
Casi lloré. Pero respiré hondo. Aquella era la razón por la que había tomado la decisión más difícil de mi vida.
Mientras tanto, mi hermano finalmente aceptó acudir a una cita con servicios sociales y a un programa de apoyo psicológico. Yo no se lo impuse: se lo exigieron las circunstancias. Le expliqué que si quería recuperar la confianza de sus hijos, tenía que demostrarlo con actos, no palabras.
Pasaron semanas difíciles. Hubo discusiones, reproches y silencios inevitables. Pero, sorprendentemente, también empezó a haber pequeños avances. Mi hermano dejó de beber en exceso. Su esposa comenzó terapia individual. El ambiente en su casa, poco a poco, empezó a cambiar.
Finalmente, llegó el día en que consideré que era seguro que los niños pasaran una tarde con ellos. No toda la noche; solo unas horas, con supervisión. Les expliqué a Mateo y Sofía que no era un castigo para sus padres, sino un paso para reconstruir la familia.