A las dos de la madrugada, los hijos de mi hermano golpearon mi puerta; sus padres los habían dejado fuera otra vez, y esta vez supe que debía darles una lección que no olvidarían

Aquellas palabras ya no me afectaban; sonaban huecas, desgastadas por el abuso de tantas veces repetidas.

Esperé a que los niños despertaran. Sofía abrió los ojos con miedo, como si esperara un regaño que no llegaría. Mateo se levantó más callado de lo normal. Les preparé el desayuno, y mientras comían, me arrodillé frente a ellos.

Hoy no vais a volver a casa todavía. Quiero que estéis seguros. Y quiero hablar con vuestros padres de una manera diferente.

Mateo frunció el ceño, sin comprender.
Sofía se llevó una cucharada de cereales a la boca sin levantar la vista.

No quise añadir más. El plan no era hacerles daño a ellos, sino protegerlos.

A las diez, toqué la puerta del apartamento de mi hermano. No llevaba a los niños conmigo. Él abrió con la expresión crispada, ojeras profundas y ese olor a alcohol que ya reconocía a distancia.

—¿Dónde están los niños? —preguntó con más miedo que autoridad.

A salvo. Y no pienso decirte dónde hasta que hablemos seriamente.

Su esposa apareció detrás, despeinada, con la voz rota por la angustia.
Me insultaron, me suplicaron, me acusaron de exagerar. Pero por primera vez en años, no retrocedí.

Entré al piso sin pedir permiso. Estaba desordenado, con botellas abiertas en la mesa y restos de una pelea reciente: un marco de fotos roto, cojines tirados, la puerta del dormitorio mal cerrada como si hubiera sido golpeada. La realidad era imposible de negar.

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