Colgué sin responder. Ese mensaje llevaba cinco años clavado en mi memoria, como una cicatriz que ya no dolía, pero que jamás desaparecería. Tasha me había dejado cuando no tenía nada: ni dinero, ni prestigio, ni certezas. Ahora me invitaba a su boda como quien invita a un recuerdo incómodo, solo para confirmar que había tomado la decisión correcta.

La Catedral de Santa María del Mar estaba llena. Trajes caros, vestidos de diseñador, sonrisas ensayadas. Nadie esperaba nada de mí.

Entonces, el murmullo se apagó.

Una limusina negra se detuvo frente a la entrada. Bajé primero. Tranquilo. Seguro. Luego, tres pequeñas manos se aferraron a las mías.

—Papá —susurró Ava.

—Todo está bien —respondí.

Ava, Liam y Leo. Mis trillizos. Mi vida entera.

Los flashes explotaron. Las conversaciones murieron. Caminamos juntos por el pasillo central. No miré a nadie… hasta verla.

Tasha.