Descubrí a mi marido y a la vecina teniendo una aventura en el baño. No hice ningún escándalo. Simplemente cerré la puerta con llave, corté el agua y llamé a su marido para que “arreglara la plomería”.

Me llamo Clara Whitmore, tengo treinta y siete años y llevaba doce casada con Daniel Whitmore, un ingeniero respetado en el vecindario de Oakridge. Nuestra vida parecía estable, casi aburrida, hasta aquella tarde de sábado en la que regresé antes de lo previsto del trabajo. El silencio de la casa me resultó extraño, pero no sospechoso. Dejé el bolso, me quité los zapatos y entonces escuché el sonido inconfundible del agua corriendo en el baño principal.

Cuando me acerqué, vi dos sombras reflejadas bajo la puerta. Reconocí la risa ahogada de una mujer. Mi cuerpo se quedó frío. Abrí la puerta sin hacer ruido y allí estaban: Daniel y Emily Foster, nuestra vecina de al lado, desnudos, abrazados junto a la ducha. Durante unos segundos nadie habló. Yo tampoco grité. No lloré. No pregunté nada.

Cerré la puerta con calma desde fuera, giré la llave y escuché el golpe seco de su sorpresa. Caminé hasta la cocina, cerré la llave general del agua y regresé al pasillo. Del otro lado comenzaron los golpes y las súplicas. “Clara, abre, fue un error”, gritó Daniel. Emily lloraba, decía que no podía respirar bien, que el agua estaba fría.

Respiré hondo y saqué el teléfono. Busqué un contacto que conocía bien: Michael Foster, esposo de Emily, un hombre amable, siempre dispuesto a ayudar. Marqué su número con manos firmes. Cuando contestó, usé mi voz más tranquila.
—Hola, Michael. Disculpa que te llame así, pero hay un problema serio con la plomería en mi casa. El baño está inundándose y creo que solo tú puedes ayudarme ahora mismo.

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