Descubrí a mi marido y a la vecina teniendo una aventura en el baño. No hice ningún escándalo. Simplemente cerré la puerta con llave, corté el agua y llamé a su marido para que “arreglara la plomería”.

Colgué sin esperar respuesta. Me senté en el sofá y miré el reloj. Los minutos parecían horas. Del baño salían gritos, promesas, amenazas. Yo permanecí inmóvil, escuchando cómo la verdad se retorcía detrás de esa puerta cerrada. El clímax llegó cuando sonó el timbre de la casa. Me levanté lentamente, sabiendo que nada volvería a ser igual a partir de ese instante.

Abrí la puerta y vi a Michael de pie, con una caja de herramientas en la mano y el ceño fruncido.
—¿Dónde está el problema? —preguntó, sorprendido por mi expresión.
—En el baño —respondí—. Te agradecería que lo arreglaras tú mismo.

Caminamos por el pasillo mientras los golpes desde dentro se intensificaban. Michael se detuvo en seco al escuchar la voz de su esposa. Me miró, confundido. No dije nada. Solo señalé la puerta. Él entendió antes de abrir. Giró la llave con lentitud, como si quisiera retrasar lo inevitable.

La escena fue devastadora. Emily cayó al suelo envuelta en una toalla, llorando y pidiendo perdón. Daniel intentó hablar, explicar, justificar lo injustificable. Michael no gritó. Su silencio fue más aterrador que cualquier insulto. Cerró la llave del agua restante, dejó la caja de herramientas en el suelo y miró a Emily con una mezcla de tristeza y asco.
—Sal de aquí —le dijo—. Ahora mismo.

Emily se fue sin mirarme. Daniel intentó acercarse a mí, pero levanté la mano.
—No me toques —le dije—. No tienes derecho.

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