¿Cómo es posible que en la mansión más lujosa de Las Lomas, donde el silencio se compraba con millones, un simple plato de arroz amarillo revelara la mentira que mi difunta esposa se llevó a la tumba? Regresé a casa antes de tiempo y no encontré a mis empleados trabajando, sino a cuatro niños idénticos a mí sentados en mi propia mesa, comiendo como si fuera su último banquete; una sola mancha de nacimiento en forma de hoja fue el sello de una verdad que me destrozó el alma, revelando que mi vida entera había sido un teatro de sombras y que el mayor tesoro de mi sangre había estado escondido en mi propia cocina durante años.

¿Cómo es posible que en la mansión más lujosa de Las Lomas, donde el silencio se compraba con millones, un simple plato de arroz amarillo revelara la mentira que mi difunta esposa se llevó a la tumba? Regresé a casa antes de tiempo y no encontré a mis empleados trabajando, sino a cuatro niños idénticos a mí sentados en mi propia mesa, comiendo como si fuera su último banquete; una sola mancha de nacimiento en forma de hoja fue el sello de una verdad que me destrozó el alma, revelando que mi vida entera había sido un teatro de sombras y que el mayor tesoro de mi sangre había estado escondido en mi propia cocina durante años.

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El ruido de las llaves al caer sobre el mármol de Carrara resonó por toda la mansión como un disparo, pero nadie acudió a la puerta. Alejandro frunció el ceño, sintiendo esa punzada de irritación que suele acompañar a los hombres que están acostumbrados a que el mundo se mueva a su ritmo. A esa hora, un martes a mediodía, su casa en el corazón de la Ciudad de México solía estar en un silencio absoluto, un vacío que él mismo había cultivado desde que el cáncer se llevó a Sofía hacía tres años. Había vuelto tres horas antes de lo habitual solo para recoger unos documentos legales que olvidó para una fusión empresarial, pero el ambiente se sentía distinto.

No esperaba encontrar ruido. Mucho menos, vida.

Cruzó el vestíbulo, pasando junto a los cuadros de autores europeos y las esculturas frías que adornaban los pasillos. Se detuvo en seco al llegar al marco de la puerta del comedor principal, ese espacio solemne de caoba que solo se usaba para cenas de gala con políticos y empresarios. Lo que vio hizo que la sangre se le helara, no de miedo, sino de un desconcierto que le cortó la respiración.

En la mesa que nadie usaba desde el funeral de su esposa, había un almuerzo improvisado. No era la vajilla de porcelana fina, sino platos sencillos de cerámica. En el centro, una olla de peltre llena de arroz amarillo, humeante, cuyo aroma a azafrán y hogar invadía el aire, chocando violentamente con el olor a cera para muebles y perfume caro.

Y alrededor de la mesa, sentados en las sillas donde antes se acomodaban los hombres más poderosos del país, había cuatro niños pequeños.

Eran varones. Cuatro niños que no pasarían de los cinco años. Y eran absolutamente idénticos.

Elena, la muchacha de servicio de apenas veinte años que había contratado hacía poco por recomendación de una vieja tía, estaba allí. Llevaba su uniforme impecable, pero su actitud no era la de una empleada. Estaba sentada entre ellos, dándoles de comer con una ternura desbordada, limpiando las comisuras de sus labios con una delicadeza que Alejandro nunca había visto en nadie en esa casa.

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