¿Cómo es posible que en la mansión más lujosa de Las Lomas, donde el silencio se compraba con millones, un simple plato de arroz amarillo revelara la mentira que mi difunta esposa se llevó a la tumba? Regresé a casa antes de tiempo y no encontré a mis empleados trabajando, sino a cuatro niños idénticos a mí sentados en mi propia mesa, comiendo como si fuera su último banquete; una sola mancha de nacimiento en forma de hoja fue el sello de una verdad que me destrozó el alma, revelando que mi vida entera había sido un teatro de sombras y que el mayor tesoro de mi sangre había estado escondido en mi propia cocina durante años.

—Abran grande, mis pajaritos —susurraba Elena, ajena a la presencia del dueño del imperio—. Coman bien, que hoy hay suficiente para todos y el patrón no volverá hasta tarde.

El arroz era sencillo, comida de supervivencia, mezclada con trozos de pollo y verduras. Pero los niños lo miraban como si fueran pepitas de oro, con una devoción que solo conoce el hambre o la carencia. Alejandro sintió un nudo en la garganta. ¿Quiénes eran estos niños? ¿Cómo se atrevía esta mujer a usar su casa como una guardería clandestina?

Y entonces, el mundo se detuvo.

El niño que estaba en la punta de la mesa, justo en la silla que solía ocupar Alejandro, giró la cara para reírse de algo que hizo su hermano. La luz de la enorme araña de cristal de Bohemia iluminó su perfil. Alejandro sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies, como si una grieta se abriera en el mármol y lo tragara entero.

Esa nariz. Esa forma de curvar los labios al sonreír, con un hoyuelo apenas perceptible en la mejilla izquierda. Era como mirarse en un espejo que lo transportaba cuarenta años atrás.

Parpadeó, frotándose los ojos, convencido de que el estrés de la oficina le estaba jugando una broma macabra. Pero no era una alucinación. Los cuatro eran gotas de agua: el mismo cabello castaño oscuro y rebelde que nunca se quedaba en su lugar, los mismos ojos claros, casi grises, y esa expresión terca en la frente que su madre solía decir que era “el sello de los Valenzuela”.

El corazón le golpeó el pecho como un animal enjaulado tratando de romper las costillas. Alejandro dio un paso hacia adelante. El crujido leve de sus zapatos italianos sobre el suelo pulido bastó para romper el hechizo de la comida.

Elena se tensó instantáneamente, como si un rayo hubiera cruzado su columna. Giró la cabeza muy despacio, con el rostro perdiendo todo rastro de color hasta quedar tan pálida como las paredes. Los niños, sintiendo el cambio de energía, dejaron de reír y corrieron a esconderse detrás de la falda de la muchacha, mirándolo con ojos enormes y asustados.

—¿Qué demonios significa esto, Elena? —Su voz retumbó en las paredes, cargada de una mezcla de autoridad y un pánico que apenas podía ocultar.

—Señor… yo… no esperaba que… —la voz de la joven temblaba tanto que apenas era audible.

—¿Quiénes son estos niños? ¿De dónde los sacaste? ¿Por qué se ven como…? —Alejandro no pudo terminar la frase. El peso de la evidencia física era demasiado grande.

—No… no son extraños, señor —atinó a decir ella, protegiendo a los pequeños con sus brazos.

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