Soy el Dr. Alejandro Torres, y he pasado la mitad de mi vida dentro de las paredes frías y los ecos constantes de la sala de emergencias del Hospital General de la Ciudad de México. He visto la vida empezar y terminar en el lapso de un respiro, he cosido heridas de bala, diagnosticado fiebres misteriosas y consolado a familias rotas por accidentes de tráfico. Creí que mi piel se había vuelto de titanio, que mi mente había aprendido a compartimentar el dolor ajeno, a convertirlo en un mero problema biológico que debía resolver. Pero la noche en que Lucía Ramírez cruzó el umbral de Urgencias, esa coraza se deshizo en astillas.
Eran casi las once. El turno de noche ya se había asentado con su ritmo lúgubre de cansancio y adrenalina baja. Lucía, una niña que apenas dejaba la niñez, entró con su tía, Elena. La Tía Elena, con el rostro marcado por la preocupación, explicó que Lucía llevaba horas encorvada en el sofá, llorando en silencio y quejándose de un dolor abdominal agudo.
Mi primera hipótesis fue la de siempre: apendicitis, o tal vez una gastroenteritis particularmente virulenta. Nada que un rápido diagnóstico y un tratamiento adecuado no pudieran resolver. Lucía, sin embargo, no era una paciente habitual. Evitaba mi mirada con una obstinación que iba más allá del miedo típico al hospital. Sus manos diminutas estaban apretadas sobre su vientre, y cuando le hice preguntas sencillas sobre dónde le dolía, sus respuestas eran monosílabos temblorosos. Había algo en su silencio que gritaba. Un grito mudo que solo los que vivimos entre la vida y la muerte aprendemos a escuchar.
Pedí una ecografía. Sentí la necesidad, una punzada fría de intuición profesional, de ir más allá del examen físico superficial. La Tía Elena se sorprendió; susurró algo sobre que esperaban solo una infección, pero asentí con firmeza. “Solo para descartar,” le dije, aunque sabía en mi fuero interno que había mucho más que descartar.
La sala de ultrasonido era pequeña, apenas iluminada. Lucía se subió a la camilla, encogida. Le levanté con suavidad la bata azul del hospital y apliqué el gel frío sobre su piel. Ella soltó un pequeño gemido, más de miedo que de dolor.