El calor en Madrid en pleno julio no es simplemente una temperatura; es una entidad física, un peso aplastante que te roba el aire y te seca el alma. En el Polígono Industrial de Villaverde, el asfalto parecía derretirse bajo el sol implacable de las tres de la tarde, creando espejismos de agua sobre la carretera que engañaban a la vista pero no al cuerpo. Dentro del “Taller Villaseñor”, la sensación térmica rozaba los cuarenta y cinco grados. El aire estaba viciado, cargado con el olor penetrante a aceite de motor quemado, caucho vulcanizado y el sudor agrio de hombres que trabajaban al límite de sus fuerzas.

Rodrigo Méndez se secó la frente con el dorso de la mano, dejando una mancha negra de grasa sobre su piel ya curtida por el sol y el trabajo duro. Llevaba seis horas seguidas debajo de un viejo SEAT León que parecía haber sobrevivido a una guerra, intentando aflojar una transmisión que se resistía con la terquedad de una mula. Sus nudillos estaban despellejados, sus uñas negras de suciedad incrustada y su espalda gritaba en protesta por la postura antinatural. Pero Rodrigo no se quejaba. No podía permitírselo.
—¡Méndez! —el grito resonó en la nave industrial, cortando el ruido de las llaves neumáticas como un latigazo—. ¿Vas a tardar todo el día con esa chatarra? ¡El cliente viene en una hora y quiero ese coche fuera de mi elevador!
Héctor Villaseñor, el dueño del taller, observaba desde la puerta de su oficina con aire acondicionado. Vestía una camisa de marca impoluta que contrastaba obscenamente con la mugre que cubría a sus empleados. Héctor era un hombre de baja estatura pero con un ego que no cabía en la nave; un tirano moderno que disfrutaba ejerciendo su pequeño poder sobre aquellos que dependían de él para comer. No era solo un mal jefe; era una mala persona, de esas que miran por encima del hombro y disfrutan humillando al prójimo para sentirse más altas.
—Ya casi está, Don Héctor —respondió Rodrigo, saliendo de debajo del coche y forzando una sonrisa respetuosa—. Solo se había atascado un perno del cárter, pero ya lo tengo.
—Menos excusas y más manos, Méndez —escupió Héctor, mirándose el reloj de oro en su muñeca—. Recuerda que hay una cola de chavales en el paro esperando tu puesto por la mitad de sueldo. No eres imprescindible. Nadie lo es.
Rodrigo bajó la cabeza y asintió, tragándose la rabia que le quemaba en la garganta más que el propio calor. Sabía que era mentira. Era el mejor mecánico del taller, el único capaz de diagnosticar problemas de oído que las máquinas pasaban por alto. Pero también sabía que Héctor tenía razón en una cosa: la necesidad. Rodrigo tenía cuarenta y dos años, una hipoteca en un piso modesto en Vallecas que le ahogaba cada mes, y tres hijos que crecían a la velocidad de la luz: Javi, que necesitaba ortodoncia; Lucía, que soñaba con ir a la universidad; y el pequeño Marcos, que apenas empezaba el colegio. Su esposa, Elena, trabajaba limpiando oficinas en la Castellana, dejándose la espalda para traer un sueldo que apenas cubría la comida.