MILLONARIO LLEGA SIN AVISAR A LA HORA DEL ALMUERZO… Y NO PUEDE CREER LO QUE VE

El ruido de las llaves al caer sobre el mármol resonó por toda la mansión como un disparo, pero nadie acudió a la puerta. Alejandro frunció el ceño. A esa hora, un martes a mediodía, la casa solía estar vacía, en silencio absoluto, como a él le gustaba. Había vuelto tres horas antes de lo habitual solo para recoger unos documentos olvidados en su despacho y regresar a su oficina de cristal en el centro de la ciudad.

No esperaba encontrar ruido. Mucho menos, vida.

Cruzó el vestíbulo, dejó el maletín sobre una consola y se detuvo al llegar al marco de la puerta del comedor. Lo que vio hizo que la sangre se le helara y, al mismo tiempo, le hirviera en las sienes.

En la mesa de caoba que nadie usaba desde el funeral de su esposa, cinco años atrás, había un almuerzo improvisado. No de chefs, no de platos caros, sino una olla de arroz amarillo, humeante, servida en platos de porcelana carísima.

Y alrededor de la mesa, sentados en las sillas donde antes se acomodaban ministros, banqueros y socios, había cuatro niños pequeños.

Cuatro varones.

Cuatro idénticos.

Elena, la muchacha de servicio de apenas veinte años, estaba allí con su uniforme azul y blanco, pero no estaba limpiando ni puliendo cubiertos. Estaba sentada, con una cuchara en la mano, inclinada sobre ellos.

—Abran grande, mis pajaritos —susurraba—. Hoy hay suficiente para todos.

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