Me queda un año de vida… ¡Cásate conmigo, dame un heredero y te quedarás con TODO!, dijo el granjero

En 1878, en el remoto Valle de São Miguel, las mañanas siempre olían a tierra húmeda y a lavanda silvestre. Allí vivía Clara, una joven costurera de veinte años que se levantaba antes de que el sol tocara las tejas torcidas de su pequeña casa de adobe. Sus manos, llenas de callos pero firmes, se movían sobre la tela como si rezaran una oración silenciosa. Cada puntada era una forma de sobrevivir, cada nudo, una pequeña victoria contra el hambre que rondaba su puerta.

Mientras remendaba el vestido de la señora Mariana, de la casa grande del norte, Clara miraba por la ventana empañada. Las gallinas escarbaban el suelo del patio, entre las matas de col y las calabazas que ella misma había plantado. A simple vista, era una mañana como cualquier otra. Pero en el cuartito del fondo, la tos de su tía rompía el silencio una y otra vez.

—Tía, no se levante —susurró Clara cuando la vio incorporarse con esfuerzo.

Mercedes, de cincuenta y tantos, parecía tener el doble de edad. La enfermedad había ido consumiendo su cuerpo lentamente. El médico itinerante que pasara por el pueblo meses atrás no había sabido dar un nombre claro al mal, pero sí un precio: los remedios costaban más de lo que Clara ganaba en tres meses de costura.

A pesar de todo, los ojos de Mercedes seguían siendo vivos, inteligentes, llenos de un cariño que nunca necesitó demasiadas palabras. Ella había criado a Clara desde que la cólera se llevó a sus padres en una sola semana de verano. Fue también quien le enseñó a leer y a escribir, un lujo impensable para una muchacha pobre del valle.

Ese día transcurrió entre pequeños rituales: el té de menta, el pan cortado en rebanadas finísimas para que alcanzara toda la semana, la huerta regada con cuidado. Pero, mientras cosía, un pensamiento oscuro se colaba una y otra vez en la mente de Clara: los medicamentos se estaban acabando. En una semana, quizás dos, ya no habría nada para aliviar la tos con sangre ni la fiebre que quemaba a Mercedes por dentro.

Por la noche, cuando su tía por fin se durmió, Clara sacó de debajo del colchón un cuaderno viejo. Sentada en el borde de la cama, escribió con la pluma temblorosa sobre su miedo, su impotencia, esa sensación de estar sosteniendo un techo que se caía a pedazos con las manos desnudas. “La vida es una costura imperfecta —escribió—. Los hilos se rompen justo cuando más necesitamos que se mantengan firmes”.

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