Me queda un año de vida… ¡Cásate conmigo, dame un heredero y te quedarás con TODO!, dijo el granjero

Mientras la tinta se secaba, un viento frío vino del norte, trayendo el olor lejano de las tierras de la Fazenda Valente, la hacienda más grande y próspera de la región. Clara no podía imaginar que de esa misma dirección, y mucho antes de que llegara el invierno, vendría algo más que un aire helado: una propuesta imposible que pondría a prueba todo lo que creía sobre la dignidad, el amor y el sacrificio.

A la mañana siguiente, cuando el rocío aún brillaba sobre las hojas de su pequeña huerta, Clara oyó el galope de un caballo en la carretera. Salió a la puerta con el corazón encogido. No estaba acostumbrada a visitas.

El mensajero, con el uniforme discreto de los empleados de la Fazenda Valente, le entregó un sobre de papel grueso, sellado con un lacre rojo donde se entrelazaba una letra V.

—El señor Dom Augusto Valente solicita una respuesta antes del mediodía de mañana —dijo con respeto—. Esperará a la señorita para una audiencia, si acepta.

Clara sostuvo el sobre como si tuviera entre las manos un pájaro herido. No sabía si debía protegerlo o dejarlo escapar. Cuando el jinete se alejó, se sentó a la mesa y abrió el lacre con dedos temblorosos. La carta, escrita con letra firme, era breve y formal: el dueño de la hacienda más poderosa del valle la invitaba a la casa grande para tratar un asunto de “naturaleza particular y urgente”.

—¿Qué querrá contigo ese hombre? —preguntó Mercedes, desde su silla de madera, con los ojos entrecerrados—. Gente como él no manda cartas a costureras por capricho.

—No lo sé, tía —contestó Clara—. Pero mañana lo averiguaré.

Aquella noche no durmió casi nada. Imaginó mil posibilidades: que hubiese algún problema con un trabajo antiguo, que la señora de la casa grande pidiera algo especial, que necesitaran más manos en la cocina. Pero, en el fondo, la solemnidad del mensaje le decía que era algo más que eso. Algo que no sería sencillo.

Al día siguiente, Clara vistió su mejor vestido, uno azul marino que Mercedes había cosido para ella dos años atrás. Se recogió el cabello en un moño sencillo y, al mirarse en el pequeño espejo agrietado, vio a una joven común, de rasgos delicados pero sin ninguna belleza espectacular. Lo único que destacaba eran sus ojos, donde se acumulaban preguntas que nadie escuchaba.

El camino hasta la Fazenda Valente duró cuarenta minutos. A medida que avanzaba, la tierra se volvía más verde, los campos más cuidados, las cercas mejor construidas. Al final, la casa grande apareció sobre una colina, sólida como una nave de piedra anclada en medio de un mar de trigo.

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