Martín Herrera detuvo el motor. El sol de Triana, Sevilla, era una cuchilla de fuego. Había vuelto. Horas antes de lo previsto. Su maleta golpeó el suelo de mármol del recibidor. Silencio. No el silencio cálido y familiar, sino uno denso, lleno de algo que su instinto no quería nombrar.
“¿Mamá?”
La voz no rebotó. Fue absorbida. Los mellizos, Leo y Sofía, aparecieron. Un abrazo de bienvenida. Impecable. Detrás, Adriana López. Su sonrisa, también impecable, un escudo de porcelana.
“¡Qué sorpresa, amor! Creí que vendrías mañana.”
“Terminé antes. Quería veros.”
Mientras la besaba, un aroma le golpeó la nariz. No el perfume habitual de azahar. Era un olor químico, agresivo. Lejía. Fuerte. Y debajo de ese olor, algo más. Un murmullo. Un gemido apenas audible.
“¿Qué ha sido eso?” preguntó, volviéndose hacia el pasillo.
Adriana se tensó. Su mano, fría, se posó en el brazo de Martín. “Nada, cariño. Solo Rosalía, insistiendo en ayudar con la limpieza del baño. Es su manera de sentirse útil.”
Útil. La palabra sonó vacía. Martín se liberó de su agarre. Sus pies, guiados por un eco de dolor sordo, lo llevaron hacia el final del pasillo. La puerta del baño principal estaba entreabierta.
Él la empujó.