El sonido del tenedor contra el plato fue lo único que rompió el silencio incómodo de aquella cena. Estábamos en la casa de mi suegra, en un barrio elegante de Valencia, rodeados de muebles antiguos que olían a madera encerada y recuerdos. Mi marido, Andrés, hablaba en voz baja con su madre en la cocina. Yo fingía revisar mensajes en el móvil, pero sus palabras me atravesaron como un cuchillo.
—“Esa mujer gorda me da asco. Solo me interesa su dinero.”
No hubo duda. Era mi nombre lo que ocultaba su desprecio.
Sentí cómo se me helaba la sangre. No lloré, no grité. Sonreí, como quien comprende de pronto la verdad completa de su vida. Mientras su madre asentía en silencio, entendí que no tenía nada más que decir. Mi matrimonio —ese teatro de apariencias, cenas en restaurantes y fotos felices en Instagram— se desmoronaba en un instante.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la terraza, mirando las luces de la ciudad. El aire olía a azahar, y pensé que nunca más volvería a disfrutar de ese aroma sin recordar su voz. Andrés roncaba en la habitación, ajeno a la sentencia que él mismo había firmado.
A la mañana siguiente, me levanté temprano. Preparé café, como siempre, y le di un beso en la mejilla. “Que tengas buen día”, le dije. Fue la última mentira que le regalé.