Cuando un padre regresó de su misión militar, nunca imaginó encontrar a su hija durmiendo en la pocilga por orden de su madrastra. Lo que sucedió después dejó a todos sin palabras.

Cuando el sargento Álvaro Cifuentes bajó del autobús militar en el pequeño pueblo de Borja, Zaragoza, después de casi diez meses desplegado en una misión internacional, todo lo que quería era abrazar a su hija de doce años, Lucía.

Durante todo el viaje, había imaginado el momento: ella corriendo hacia él, él levantándola en brazos, con la vieja casa blanca de fondo. Pero esa escena nunca sucedió.

Su esposa, Rebeca, no estaba en la estación. Tampoco Lucía. Solo el viento seco de la tarde. Álvaro pensó que tal vez no habían recibido su mensaje confirmando su hora de llegada, así que tomó su mochila y caminó los dos kilómetros hasta la casa. Pero cuando abrió la puerta del porche, algo en el aire le heló los huesos. La casa estaba en silencio, demasiado silencio.

Rebeca apareció desde la cocina con una sonrisa forzada. —¿Tan pronto? —murmuró, evitando el contacto visual. —¿Dónde está Lucía? —preguntó él, con una preocupación que no podía explicar del todo. La mujer vaciló un segundo. —Está… en el patio trasero. Jugando, supongo.

Álvaro dejó caer su mochila y cruzó el salón. Cuando abrió la puerta del patio, lo que vio lo dejó paralizado. Su hija, a la que no había visto en casi un año, estaba acurrucada en un rincón del patio, dentro de la vieja pocilga, envuelta en una manta sucia. Tenía el cabello enredado, la ropa mugrienta y una mirada en los ojos que le rompió el corazón.

—¡Lucía! —exclamó, corriendo hacia ella. La niña levantó lentamente la cabeza, como si esperara un regaño en lugar de un abrazo. —Papá… —susurró, y rompió a llorar.

Él la tomó en sus brazos y sintió el estremecimiento de un cuerpo que había estado temblando durante horas. Miró a su alrededor: no había juguetes, ni señales de “juego”, como había dicho Rebeca. Solo un balde de agua sucia, una almohada vieja y un olor acre que hablaba de noches pasadas allí.

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