Durante más de diez años, Manuel Herrera había conducido el autobús escolar 27B por las mismas calles del barrio de San Vicente. Conocía cada curva, cada bache y, por supuesto, a cada niño que subía cada mañana. Pero desde hacía dos semanas, había algo que no lograba sacarse de la cabeza: la pequeña Lucía, una niña de siete años, siempre se sentaba en el mismo lugar, el asiento del medio del lado derecho… y siempre lloraba.
Al principio Manuel pensó que era normal. Algunos niños tardaban más que otros en acostumbrarse a la escuela. Tal vez nostalgia, tal vez cansancio. Pero lo que lo inquietaba era que Lucía nunca lloraba en presencia de otros adultos, solo cuando estaba en el autobús, ligeramente encorvada, mirando por la ventana mientras se secaba las lágrimas con la manga del suéter.
Una mañana, mientras los demás niños subían entre risas, Manuel notó que Lucía llevaba el mismo suéter desgastado de siempre, a pesar del frío fuerte que había sorprendido a la ciudad esa semana. Sus ojos estaban hinchados, como si hubiera llorado toda la noche. Al verla pasar su tarjeta en el lector, Manuel sintió una punzada en el pecho. Algo no estaba bien.
Esa tarde, después de dejar al último grupo de niños, Lucía permaneció sentada. No se movió hasta que él la llamó con suavidad:
—Lucía, cariño, ya llegamos. ¿Todo bien?
Ella asintió sin mirarlo. Cuando bajó, Manuel observó que caminaba con pasos cortos y tensos, como si algo le pesara. Esperó a que la niña doblara la esquina y entonces ocurrió algo que jamás habría imaginado.