Entre lágrimas, firmó los papeles del divorcio, canceló la prueba de embarazo y se marchó. Seis años después, regresó…

Clara Ris temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio en el despacho del abogado en Madrid. Las lágrimas caían sobre el documento manchando la tinta mientras su marido Diego la miraba con esos ojos fríos que una vez la habían amado. Tres años de matrimonio destruidos por ambición, traición y palabras nunca dichas. En su bolso, escondida entre recibos y facturas, había una prueba de embarazo positiva. Dos semanas de retraso, dos líneas rosas, una vida creciendo dentro de ella mientras su mundo se derrumbaba.

quería decírselo. Quería gritar que llevaba a su hijo, que podían empezar de nuevo. Pero cuando vio a la secretaria de 25 años entrar en la oficina con esa sonrisa cómplice hacia Diego, algo dentro de ella se rompió definitivamente. Firmó la última página, sacó la prueba del bolso, la rompió en mil pedazos delante de sus ojos sorprendidos y se fue sin una palabra. 6 años después, cuando Diego Mendoza, ahora SEO de una multinacional, entró en la sala de juntas para la reunión más importante de su carrera, se encontró cara a cara con la mujer que había dejado ir y con un niño de 5 años que tenía sus mismos ojos.

El despacho del abogado Martínez se encontraba en la calle Serrano, en el corazón de Madrid, rodeado de tiendas de lujo y gente que caminaba rápido con la cabeza agachada sobre sus teléfonos. Era un martes por la tarde de noviembre, el cielo gris y la lluvia golpeando contra las ventanas del despacho en el tercer piso. Clara Ruiz estaba sentada en una de las butacas de cuero burdeos, las manos apretadas en su regazo para evitar que temblaran. Tenía 28 años, pero en ese momento sentía que tenía 100.

Llevaba un traje negro que había comprado especialmente para la ocasión. Quería parecer fuerte, digna, aunque por dentro estaba muriendo. Frente a ella, al otro lado de la larga mesa de Caoba, estaba sentado Diego Mendoza, 32 años, cabello oscuro, perfectamente peinado, traje gris que probablemente costaba lo que el alquiler de un mes declara. Era guapo, siempre lo había sido con esa sonrisa que te hacía sentir el centro del mundo, pero ese día no sonreía. Su rostro era una máscara de impaciencia mal disimulada.

Los ojos que continuaban revisando el Rolex en su muñeca. El abogado Martínez, un hombre de unos 60 años con gafas gruesas y aire compasivo, ordenó los documentos delante de ellos. Era un divorcio de mutuo acuerdo, sin hijos, sin propiedades complicadas que dividir. Clara no quería nada de Diego, solo la libertad de empezar de nuevo. Tres años antes se habían casado en una finca cerca de Toledo. Ella era una joven arquitecta con sueños enormes. Él, un ambicioso ejecutivo de una empresa de consultoría.

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