La suite privada del hospital había costado cuatro millones de dólares construirla, pero el silencio allí era sofocante. Las máquinas emitían un pitido regular alrededor de Victor Blackwell, magnate de la tecnología conocido por su voluntad de hierro y su riqueza sin límites. Ahora, sin embargo, su piel estaba pálida, su cabello caía a mechones y su cuerpo se consumía. Veinte de los mejores médicos del país deambulaban, impotentes, susurrando en los rincones, hojeando expedientes incomprensibles.
El hijo de Victor caminaba de un lado a otro sobre el suelo de mármol, furioso. «¿Ustedes son los mejores especialistas que el dinero puede comprar, y ni siquiera son capaces de decirme qué tiene?» El médico jefe suspiró. «Hemos hecho todas las pruebas. Nada explica… esto. Se nos escapa, y no sabemos por qué». En un rincón, casi invisible, Angela Bowmont pasaba la fregona. Llevaba un uniforme descolorido, su identificación rayada. Para todos, ella no era más que el personal de limpieza nocturno. Pero detrás de sus ojos cansados vivían los recuerdos de otra vida: años antes, había estudiado química en Johns Hopkins, antes de abandonar cuando su familia colapsó financieramente.
Mientras trabajaba, notó detalles que los médicos no habían visto: las uñas de Victor amarillentas. Sus encías descoloridas. El cabello que caía no en placas, sino en mechones. Su habla ligeramente pastosa cuando intentaba susurrar. Angela se quedó helada. Ya había leído eso, en un viejo artículo de toxicología que había estudiado hasta tarde en la noche. Un envenenamiento por talio. Su corazón se aceleró. ¿Quién le creería a una mujer de la limpieza por encima de veinte médicos? Pero no podía quedarse callada. Se adelantó con cautela. «Disculpen… Creo que podría ser el talio. Un metal pesado tóxico. Los síntomas coinciden: las uñas, la caída del cabello, la debilidad…» Los médicos se volvieron hacia ella, algunos fruncieron el ceño, otros se burlaron.