Me llamo Josefina Morales, tengo 52 años y guardo un secreto que nadie conoce, ni mi familia ni mis antiguos empleadores. Ya no puedo callarlo más, porque lo que se guarda dentro termina quemando como brasas…

Nací en Cuautla. Morelos, en una casa chiquita de esas de adobe con techo de lámina. Mi papá era panadero, de esos de antes que se levantaban a las 3 de la mañana a preparar todo.
Mi mamá ama de casa con cinco hijos y una paciencia que yo nunca heredé. Yo soy la cuarta de los cinco y desde chiquita siempre fui la que ayudaba más, no porque fuera buena, sino porque no me quedaba de otra. Tuve que dejar la escuela en secundaria porque mi papá se enfermó y pues ya no alcanzaba. Me fui a trabajar a unas casas en Cuernavaca, limpiando y cuidando niños. De ahí conocí a Gerardo, el papá de mis hijos.
Él era chóer de una de las casas donde yo trabajaba. Al principio todo fue bonito, ya sabes, promesas, ilusiones, planes que uno cree que sí se van a cumplir. Nos juntamos cuando yo tenía 20 y al año nació mi hijo mayor, Luis. A los 2 años llegó mi niña, Carmen. Pero Gerardo no era lo que parecía. Era celoso, machista y de repente violento. No físicamente, pero con las palabras como dolían. Siempre me decía que yo no servía para nada, que sin él yo me moría de hambre, que los niños eran suyos.
Yo aguanté 5 años, 5 años de gritos, de humillaciones, de lágrimas en silencio. Hasta que un día ya no pude más. Me fui con mis hijos a casa de mi mamá y él nunca los volvió a buscar. Ahí empezó lo más difícil, ser madre soltera, sin un peso y con dos niños que dependían de mí. Hice lo que pude, limpiar casas, vender gelatinas, lavar ropa ajena, pero era una lucha diaria y los niños crecían y necesitaban más cosas, uniformes, zapatos, cuadernos y yo ya no sabía cómo estirar el día para que alcanzara.
Un día una vecina me dijo que su prima se había ido a Estados Unidos y ganaba en una semana lo que aquí ganábamos en dos meses. Yo no lo pensé mucho. Solo me acuerdo que esa noche no dormí. Me acosté al lado de mis hijos, los abracé fuerte y lloré. Lloré bajito para no despertarlos, pero lloré con todo el cuerpo. A la semana siguiente ya estaba buscando cómo irme. Conseguí una visa de trabajo temporal para cuidar a una señora mayor en San José, California.