# La casa que me vio crecer
Anuncio Fotos tomadas a plena luz del sol. Cambié las cortinas de lavanda y encaje por encimeras de mármol y una agenda que se llenaba sola. La casa de la abuela se sentía “antigua”, y odiaba esa palabra incluso cuando la usaba. Me quejaba del “olor”, como si el amor tuviera fecha de caducidad. Escribir esa frase me dan ganas de arrancarla de la página.
## La lista de invitados y la bolsa
Me comprometí con alguien que se movía con naturalidad en el mundo que yo deseaba: traje impecable, sonrisa perfecta, lista de invitados perfecta: abogados, fundadores, influencers, todos conectados por currículos brillantes. Mi madre suplicó: “Por favor, invita a tu abuela”. Dudé, porque había convertido mi vida en un escenario, y no encajaba con la escenografía. Aun así, la invité, tarde y a regañadientes.
La abuela llegó con un vestido azul descolorido que ella misma había remendado. Llevaba el pelo recogido con el mismo peine plateado con el que yo jugaba de niña. Apretaba una bolsita de tela, gastada, manchada, de esas que se olvidan en el fondo de un cajón.
Me la deslizó en las manos. «Ábrela pronto, cariño. Hay una sorpresa dentro».
Eché un vistazo. Nueces. Cáscaras polvorientas, las pequeñas y desiguales «costuras de luna». Sentí que me subía el calor a la cara.
## La crueldad que no puedo borrar