El sol de verano se filtraba por las persianas de nuestro modesto apartamento en Austin, Texas, cuando mi vida dio un giro inesperado. Siempre había pensado que mi matrimonio con Daniel, mi dulce y trabajador esposo, nos permitiría construir una vida sencilla pero feliz. Ambos teníamos buenos trabajos; no éramos ricos, pero mi salario mensual de $4,000 como asistente financiera cubría la mayor parte de nuestros gastos, sobre todo porque los ingresos de Daniel fluctuaban debido a sus trabajos de construcción de temporada.
Todo seguía siendo manejable… hasta el día en que su madre, la Sra. Thompson, descubrió cuánto ganaba.
Al principio, pareció orgullosa, me dio una palmadita en el hombro y sonrió con la aprobación que había esperado desde que me uní a su familia. Pero al día siguiente, su expresión se endureció, mostrando algo que no le había visto antes: un destello de oportunismo. Sin consultarme, llamó a los tres hermanos de Daniel —Eric, Steven y Paul— que aún vivían en la zona rural de Oklahoma. Les dijo que podían mudarse con nosotros, ya que “Mary gana bien, habrá comida y comodidad para todos”.
Me quedé paralizada cuando llegaron, cada uno arrastrando una maleta vieja hasta la sala. Mi suegra proclamó la noticia como un decreto real: “De ahora en adelante, Mary, también los cuidarás. Ganas dinero, es justo que lo compartas con la familia”.
Sus palabras me golpearon de lleno. De la noche a la mañana, mi casa se transformó en una pensión atestada. Los platos tintineaban mientras me esforzaba por preparar tres cubiertos más, las cestas de la ropa sucia rebosaban y el apartamento, antes acogedor, ahora apestaba a sudor y humo de cigarrillo. Ninguno de los hermanos ofreció ayuda: se desplomaron en el sofá, con la televisión a todo volumen, mientras yo iba de mi escritorio a mis quehaceres sin parar.