“El hijo del millonario siempre fracasaba en todo hasta que la empleada descubrió un secreto que cambiaría sus vidas para siempre.”

Desde fuera, la mansión de los Ortega parecía un palacio moderno, con ventanales gigantes y autos de lujo estacionados. Pero dentro, no todo brillaba. El joven heredero, Julián, cargaba con una vergüenza que su padre intentaba ocultar a toda costa: era incapaz de aprobar los exámenes más sencillos.
Lo habían cambiado de colegio tres veces, habían contratado tutores extranjeros, y nada funcionaba. Cada fracaso se sentía como una mancha en el orgullo de Don Ricardo, su padre. La empleada doméstica, Camila, solía pasar inadvertida. Siempre en silencio, con su uniforme azul claro y un peinado sencillo, limpiaba los pasillos mientras escuchaba las quejas de los maestros y los gritos del patrón.
Nadie sospechaba que mientras recogía libros o servía el té, guardaba en su mente un mundo que nunca había mostrado. Esa tarde, Don Ricardo había recibido otra llamada de la escuela: Julián había vuelto a reprobar. Su voz tronó en toda la casa. “¡Es inaceptable! ¡Con todo el dinero que gasto en maestros particulares y sigues siendo un inútil!”.
El chico bajó la cabeza, los ojos húmedos, sin poder defenderse. Camila, desde la cocina, apretó los labios. Ella había visto ese dolor muchas veces, pero siempre callaba. El millonario contrató de inmediato a un nuevo profesor, un académico famoso que cobraba más en una semana de lo que Camila ganaba en un año. La primera clase fue un desastre.
Julián no entendía nada y el profesor terminó humillándolo frente a todos. “Su hijo carece de lógica, señor Ortega, lo lamento”. El padre explotó: “¡Fuera de mi casa!”. Cuando todos se fueron, Julián se encerró en su cuarto con los libros tirados por el suelo. Camila pasó frente a la puerta y escuchó su llanto ahogado. Dudó unos segundos, luego tocó suavemente. “¿Puedo entrar?”. El chico se enjugó las lágrimas y asintió en silencio.