Charleston, Carolina del Sur, 1845. El sol abrasador golpeaba el patio de piedra del mercado de esclavos. Entre docenas de personas exhibidas como mercancía, destacaba una figura esquelética: Ruth Washington. Tenía 19 años, pero aparentaba cinco décadas de sufrimiento. Su cuerpo, de apenas 34 kilos (75 libras), era un mapa de horrores. Las cicatrices de látigo entrecruzaban su espalda y su piel, amarillenta por la malaria, se pegaba a sus huesos protuberantes.
Doce compradores la habían examinado y rechazado. El subastador, frustrado, bajaba el precio. Un esclavo sano costaba $800; un caballo, $50.
—¡La ofrezco por $10! —gritó. Silencio. —¡Cinco dólares! Una risa cruel resonó. —¡No la quiero ni gratis! —gritó un granjero—. Morirá antes de llegar a mi tierra.

La historia de Ruth era una pesadilla de ocho años. Vendida de niña a una plantación de tabaco en Virginia, trabajaba 18 horas diarias. Sus manos estaban deformadas, sus noches se llenaban de una tos sanguinolenta y, lo más devastador, había cavado con sus propias manos las tumbas de sus tres hijos pequeños, muertos de desnutrición.