“La enfermera besó en secreto a un guapo CEO que había estado en coma durante tres años, pensando que nunca despertaría — pero, para su asombro, él la abrazó de repente después del beso…”

“La enfermera besó en secreto a un guapo CEO que había estado en coma durante tres años, pensando que nunca despertaría — pero, para su asombro, él la abrazó de repente después del beso…”

El hospital a las 2 a.m. siempre estaba silencioso, demasiado silencioso. Solo el pitido rítmico del monitor cardíaco y el leve zumbido de las luces fluorescentes hacían compañía a Emily Sanders. Durante tres años, ella lo había cuidado: Liam Hayes, el CEO multimillonario que había caído en coma después de un trágico accidente automovilístico. No tenía familia que lo visitara, ni amigos que se quedaran. Solo ella.

No sabía por qué se sentía atraída por él. Tal vez era por la forma en que su rostro se veía tan pacífico, o la idea de que debajo de esa quietud, un hombre alguna vez llenó salas de juntas con ímpetu. Emily se decía a sí misma que era solo compasión, un apego profesional, nada más. Pero sabía que no era cierto.

Esa noche, después de terminar su revisión nocturna, se sentó junto a su cama, mirando al hombre que de alguna manera se había convertido en parte de su vida. Su cabello había crecido; su barba incipiente se sentía áspera contra su piel pálida. Ella susurró: “Te has perdido tanto, Liam. El mundo siguió adelante, pero… supongo que yo no”.

La habitación se sentía imposiblemente pesada por el silencio. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Por impulso —un impulso imprudente y tonto— se inclinó y presionó sus labios suavemente contra los de él. Un beso que no pretendía ser romántico, solo… humano. Un adiós que nunca pudo decir.

Y entonces, sucedió.

Un sonido bajo y ahogado escapó de su garganta. Emily se congeló. Sus ojos se dirigieron rápidamente al monitor: el ritmo había cambiado. El pitido se aceleró. Antes de que pudiera procesarlo, un brazo fuerte la envolvió por la cintura.

Ella jadeó.

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