Sophie permaneció de pie unos segundos, temblando. Respiraba con dificultad, como si el aire del salón se hubiera vuelto demasiado denso para sus pulmones. Su madre, que de pronto parecía mucho más vieja, se dejó caer despacio en la silla y se cubrió el rostro con las manos.
— Basta ya, hijos — susurró con voz quebrada. — No quiero oír más gritos en esta casa.
Edward apretó los dientes. Sabía que había levantado demasiado la voz, pero la rabia no se apagaba. Miró a su hermana: su rostro pálido, los ojos hinchados, el vientre abultado. Por un instante sintió lástima. Pero enseguida recordó los años que su padre había trabajado sin descanso, ahorrando cada moneda para comprar aquel piso. La compasión se desvaneció.
— Mamá, sabes que tengo razón — dijo con tono más bajo. — No podemos seguir viviendo solo para Sophie. Ella tiene su familia, pero nosotros también merecemos tranquilidad.
Sophie se secó las lágrimas.
— ¿Crees que esto es fácil para mí? ¿Crees que no sufro? Todo se vino abajo. Peter no duerme, se pasa las noches contando deudas. Yo intento vender ropa por internet para tener algo de dinero, pero no basta.
— Todos tenemos problemas — respondió Edward fríamente. — Pero los padres no deben pagar siempre por los errores de los hijos.
— No es un error, es una lucha — replicó ella con voz temblorosa. — Peter no es un mal hombre. Trabajó como un loco, pero la crisis, los precios, la competencia… nos destruyeron.
El padre, hasta entonces callado, se aclaró la garganta.
— Sophie, hija mía, entendemos que quieras ayudarle. Pero nosotros ya somos mayores. Tenemos miedo de volver a perderlo todo. Este piso no son solo paredes, es nuestro hogar. Aquí crecisteis tú y Edward.