EL HIJO DEL MILLONARIO ERA CIEGO, HASTA QUE UNA ANCIANA FROTÓ SUS OJOS Y SUCEDIÓ ALGO IMPOSIBLE… —Papá, ¿cómo es el color del cielo?

Papá, ¿cómo es el color del cielo? La pregunta, hecha con voz temblorosa cayó como un puñal en el silencio del despacho. El millonario Alejandro Montenegro, dueño de una de las fortunas más grandes del país, se quedó sin respuesta. ¿Cómo explicar a su hijo algo que jamás había visto? ¿Cómo describir el azul a unos ojos que solo conocían la oscuridad? El niño se llamaba Gabriel. Tenía apenas 8 años y vivía en una mansión rodeada de lujos, pero en su interior habitaba un mundo apagado.

Desde que nació, la ceguera lo acompañó como una sombra eterna. Los médicos decían que no había esperanza. Su nervio óptico está dañado, nunca verá, repetían con indiferencia clínica mientras cobraban cifras astronómicas por tratamientos inútiles. Alejandro, cegado por su orgullo y su dinero, había llevado a Gabriel a hospitales en Europa, Asia y América. Había comprado máquinas, contratado especialistas, incluso pagado cirugías experimentales. Nada funcionó. El niño, sin embargo, no pedía médicos ni operaciones. Pedía lo que cualquier niño quería.

Correr bajo el sol, mirar el rostro de su padre, saber cómo era el mundo del que todos hablaban y él solo podía imaginar. Pasaba horas en su habitación acariciando sus juguetes sin verlos, preguntándole a las hirvientas cómo eran los colores. “El rojo es como el calor del fuego”, le explicaban. El azul es como el frío del agua, el verde como el olor del césped recién cortado. Gabriel escuchaba y sonreía, pero en su interior lloraba. Soñaba con abrir los ojos un día y que la oscuridad se rompiera como un cristal.

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La mansión montenegro estaba llena de movimiento. Chóeres, jardineros, cocineros, guardias. Todos obedecían al millonario, todos lo respetaban o lo temían. Pero en medio de tanta riqueza, Gabriel vivía aislado. Su padre, obsesionado con los negocios, lo visitaba poco. Cada encuentro terminaba con promesas que nunca se cumplían. “Te curaré, hijo. Te lo juro”, decía Alejandro con voz grave. Cueste lo que cueste, lo lograré. Pero Gabriel no quería promesas, quería compañía. Una tarde, mientras la mansión celebraba una reunión de negocios, el niño se escondió bajo la escalera.

Le gustaba escuchar las voces, los pasos, imaginar cómo se veían los rostros que nunca conocería. Allí, abrazado a su osito de peluche, murmuró con un hilo de voz: “Daría todo por ver, aunque sea una sola estrella, solo una.” El eco de su deseo se perdió entre las paredes frías de mármol. En lo alto de la escalera, Alejandro lo observaba en silencio. Su corazón se estremeció, pero su orgullo obligó a apartar la mirada. Para él, la solución estaba en los millones, en los contratos, en los mejores especialistas.

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