Estaba sirviendo la cena en mi propia casa cuando mi hija Carmen gritó bien fuerte delante de todos. Mi mamá huele a orines. Toda la mesa estalló en carcajadas. Mi yerno Alejandro aplaudió como si fuera la cosa más graciosa del mundo. Mis nietos José y María, de 12 y 10 años se rieron tanto que casi se atragantaron con la comida. Sentí mi cara arder de vergüenza, pero no dije una palabra. Solo terminé de servir con las manos temblando y me senté en silencio.

A los 67 años me había convertido en el chiste de mi propia mesa después de criar a Carmen sola desde los 2 años de edad, trabajar doble turno para darle clases particulares y comodidades. Ahora era tratada como una carga en la casa que construí con mi propio sudor. Ellos creían que no me daba cuenta de las miradas de desprecio, los susurros cuando pensaban que no los escuchaba. La abuelita se está volviendo fastidiosa decía María. Se queja de todo completaba José.
Alejandro siempre estaba de acuerdo, moviendo la cabeza como si estuviera haciendo un favor enorme al tolerarme en mi propia casa. Esa noche, después de que todos se fueron a dormir, me quedé sola en la cocina, lavando los platos y conversando bajito con Dios. Señor, ¿qué hice para merecer esta ingratitud? ¿Será que sacrifiqué demasiado por ellos? Las lágrimas caían en medio de la espuma del detergente, pero algo dentro de mí estaba cambiando. Ya no era la misma mujer que aceptaba faltas de respeto en silencio.
Durante años, nunca preguntaron de dónde venía el dinero de las cuentas. de las compras, de sus viajes. Nunca quisieron saber sobre mis ahorros, mis inversiones, lo que realmente poseía, pero lo que no sabían era que todo estaba a punto de cambiar. Mi nombre es Esperanza Morales. Tengo 67 años y durante décadas he sido la mujer invisible que sostiene esta familia. Carmen nunca tuvo que preocuparse por nada, porque yo siempre estuve ahí resolviendo, pagando, sacrificándome. Cuando su papá Francisco nos abandonó, ella apenas tenía 2 años.