“¡Seguridad! ¡Sáquenla de mi casa ahora mismo!”, gritó Evelyn Monroe, su voz resonando en el gran vestíbulo de mármol de su mansión en Beverly Hills.
Grace Johnson, una empleada doméstica negra de 34 años, se quedó paralizada de incredulidad, con las manos temblorosas aferradas a su trapo de limpieza.
“Señora Monroe, por favor, yo no tomé nada,” suplicó, con la voz quebrada.

“¡Mientes!”, gritó Evelyn. “Diez mil dólares desaparecieron de mi cajón esta mañana. ¡Tú eres la única que tuvo acceso!”
Los ojos de Grace se abrieron de par en par. Había trabajado para la familia Monroe durante casi tres años —siempre puntual, respetuosa y honesta—. La acusación la golpeó como un puñetazo.
“Señora, le juro que jamás le robaría,” dijo en voz baja.
El esposo de Evelyn, Richard Monroe, un multimillonario de rostro frío y rasgos afilados que construyó su fortuna en la tecnología, cruzó los brazos.
“Grace, revisamos las cámaras del pasillo principal —fuiste la última persona cerca del despacho de Evelyn antes de que el dinero desapareciera. Eso es todo lo que necesitamos saber.”
Las lágrimas corrieron por el rostro de Grace.
“Por favor, señor, solo estaba quitando el polvo de los estantes. Ni siquiera abrí el cajón.”
Pero fue inútil. Los guardias la escoltaron hacia afuera, y las pesadas puertas se cerraron de golpe tras ella.
Grace se quedó en la entrada, con el corazón desbocado, mirando el lugar donde alguna vez se sintió orgullosa de trabajar.
Mientras caminaba hacia la parada del autobús, los murmullos de los otros empleados la seguían.
“Siempre pensé que era demasiado callada,” dijo uno. “Ahora sabemos por qué.”