
Tenía solo 9 años cuando prometí que sería su esposa y nadie me creyó. 12 años después volví decidida a cumplir lo que dije, aunque él ya no fuera el mismo hombre y yo ya no fuera una niña. Pero, ¿cómo convencer a un hombre marcado por la soledad de que aún merece ser amado? Era primavera de 1855, cuando los álamos empezaron a vestirse de verde a lo largo del arroyo y el suelo de San Jacinto del Río se entellaba con el calor que se alzaba del polvo. Yo tenía 9 años, el cabello recogido con un lazo flojo, las suelas
gastadas de los zapatos y una valentía mayor de la que debería cargar. Fue ese día que vi a Joaquín Mendoza salir de la tienda de don Ramiro Vázquez. El saco de harina descansaba sobre su hombro como si no pesara nada, y en la otra mano enroscaba una cuerda. Era solo un hombre cruzando la calle, pero para mí parecía llevar encima el peso de todo el pueblo.
Decían que era capaz de detener un potro desbocado y nadie en su sano juicio se ofrecía para probar lo contrario. Había algo en su presencia que imponía silencio, no por el tamaño, aunque era alto como un poste de cerca, sino por la forma de caminar, siempre firme, como si ya hubiera enfrentado cosas peores que miradas curiosas.
Las botas golpeaban con fuerza el piso de madera, cada paso recordando que no pasaba desapercibido, incluso cuando quería. Yo estaba parada al otro lado de la calle. Mi madre me tenía de la mano. El polvo se levantaba alrededor de mis pies y dentro de mí crecía una llama que ni yo sabía explicar.